Comentario
Los seres humanos prehistóricos, capaces de "contaminar" su entorno natural -conviene insistir en el significado del término "contaminar", ligado a la capacidad que sólo el hombre posee de modificar su entorno más allá de lo meramente inscrito en sus genes-, ejercían sus actividades preferentemente de cara a la subsistencia. Primaba la búsqueda de alimento, sin duda; y para ello supieron desarrollar armas incipientes con las que cazar mejor y más eficazmente, y aprendieron a cultivar determinados vegetales que habían resultado ser especialmente nutritivos. Durante muchos siglos, el número de integrantes del género humano creció muy lentamente. Y ello a pesar de que los hombres iban sabiendo cada vez más cosas y aplicaban esos saberes a todas las facetas de su actividad, desde las meramente "naturales" -reproducción, supervivencia- hasta las más "abstractas" -por ejemplo, la astronomía-, las más "inútiles" -por ejemplo, el arte- o las más "artificiales"- por ejemplo, la metalurgia. Eso sí, todas las actividades humanas tenían alguna repercusión ambiental que podría considerarse "contaminante". El hombre de unos cuantos siglos antes de Cristo quemaba bosques, atentaba contra la biodiversidad introduciendo monocultivos agrícolas y ganadería extensiva, emitía a la atmósfera gases tóxicos, ensuciaba los ríos, lagos y mares con sus desechos y, en suma, atentaba contra su propio medio ambiente de forma similar a como lo hace hoy día. Con dos grandes diferencias, que conviene analizar despacio. Por una parte, consumía -es decir, transformaba- energía de manera muy moderada: en promedio, el consumo de energía per capita apenas superaba la cantidad de energía muscular que el propio ser humano es capaz de proporcionar. Y ello fue así hasta la mismísima Revolución Industrial, es decir hasta el siglo XVIII bien avanzado. Por otra parte, el número total de seres humanos en el planeta Tierra era todavía muy reducido; hoy se estima que hace unos 2.000 años la población mundial de humanos era de apenas cien millones de individuos. Y el crecimiento total fue lento, e incluso con algunos probables retrocesos; en el siglo XVII, en la época de la Contrarreforma y el Barroco, la población mundial apenas llegaba a los quinientos millones. A finales de ese siglo, durante la infancia de Johann Sebastian Bach, la población humana del planeta Tierra comenzó a crecer algo más deprisa, un 0,3 por 100 al año; a ese ritmo, se duplicaría en doscientos cincuenta años; es decir, se alcanzarían los mil millones al llegar el siglo XX... La Revolución Industrial iba a incidir, de manera decisiva, en ambos factores: el consumo-transformación de energía y el crecimiento de la población. Ambos fenómenos están directamente implicados en el proceso que hoy conocemos como "desarrollo económico", y que implica obviamente (aunque no exclusivamente, puesto que también aumentan los bienes culturales) un crecimiento imparable de los bienes y recursos económicos, casi siempre en detrimento de los bienes y recursos "naturales". Ese desarrollo, que ha sido característico de los últimos dos siglos y que ahora comienza a ser cuestionado muy seriamente, ha ido ligado a una curva matemática fácil de visualizar pero difícil de comprender: la exponencial. Con el crecimiento rápido se generan cambios igualmente rápidos. Y ello dificulta, y a menudo impide, la adaptación de los sistemas vivientes a dichos cambios. Muchos de los problemas ambientales que debe afrontar el mundo de hoy tienen que ver con crecimientos exponenciales e incluso superexponenciales... La actividad industrial nació y se desarrolló a expensas de la naturaleza. La Revolución Industrial conmocionó el precario equilibrio que había ido estableciéndose entre la población humana -en lento pero inexorable aumento- y el entorno natural, en el que tenían lugar sus cada vez más diversificadas actividades. ¿Cómo es el crecimiento de una población de bacterias en una pequeña probeta bien provista de elementos nutritivos? La población aumenta de manera extraordinariamente rápida al principio; todo contribuye al éxito de la especie. Pero ese crecimiento se hace pronto explosivo para terminar luego de manera dramática al agotarse los recursos alimenticios. Y las bacterias desaparecen por falta de alimento, ahogadas además en sus propios desechos. Este sencillo ejemplo puede ayudarnos a comprender, aunque sea de forma algo simplista, el problema de las poblaciones que crecen en exceso dentro de un medio limitado. Por ejemplo, una humanidad que se reproduce cada vez más deprisa en un mundo, el planeta Tierra, geográficamente limitado y con recursos forzosamente limitados igualmente. Para abarcar el alcance real de lo que significa hoy día el concepto de explosión demográfica quizá sea necesario volver a la noción de crecimiento exponencial. Una noción aplicable a muchos otros sistemas del mundo industrializado pero que no es fácil de asimilar porque en la vida cotidiana solemos enfrentarnos casi siempre a crecimientos lineales. El ritmo de lectura de un libro, por ejemplo, suele ser casi siempre lineal: por ejemplo, diez páginas diarias en promedio, lo que supone, en un libro de doscientas páginas, veinte días de lectura. Pero supongamos que leemos el libro de una manera diferente, sin duda muy poco frecuente: una página el primer día, dos el segundo día, cuatro el tercero, ocho el cuarto, y así sucesivamente, multiplicando por dos el número de páginas que leeremos al día siguiente. Terminaremos el libro muy pronto, apenas en ocho días... Eso sí, el séptimo día nos habríamos leído 64 páginas, algo que no está al alcance de muchos. Y ese octavo y último día, si el libro hubiera sido más voluminoso, habríamos tenido que leernos 128 páginas... Podemos ahora volver al crecimiento de la población humana, que es uno de los factores esenciales para comprender el actual, y sobre todo el futuro, deterioro ambiental en extensas zonas del planeta. Recordemos que en la segunda mitad del siglo XVII la población mundial era de unos quinientos millones, con una tasa de crecimiento del 0,3 por 100. La población se duplicaría, de seguir todo igual, dentro de algo más de 233 años. Era una tasa de duplicación bastante importante ya, y significaba que al llegar el siglo XX habría mil millones de habitantes en el planeta. Pero, como sabemos, la realidad superó con creces aquella previsión. Durante el siglo XIX ya habían comenzado a notarse los efectos de la Revolución Industrial. El desarrollo económico dio lugar paralelamente a un desarrollo científico y tecnológico que repercutió sobre la salud de las poblaciones, incrementando de manera significativa la supervivencia de los recién nacidos y los niños, y disminuyendo paralelamente la mortalidad general.Los humanos vivíamos cada vez más y, consecuentemente, la población aumentaba. Al principio, lentamente. En el último año del siglo XIX, es decir, el año 1900, la población mundial era ya muy superior a los mil millones que hubieran podido ser previstos en el siglo XVII. Exactamente, 1.600 millones. La tasa anual de crecimiento era superior a la del siglo XVII: 0,5 por 100. Eso suponía un periodo de duplicación de 140 años. En 1900, al final del siglo XIX, se esperaba pues que la población del mundo llegase a los 3.200 millones 140 años más tarde, o sea en el año 2041.Pero el siglo del desarrollo científico-sanitario no fue tanto el pasado como el actual. Las normas de higiene, los antibióticos y, en general, los avances médicos en todos los campos contribuyeron a reducir espectacularmente las cifras de mortalidad, mientras que, de forma paralela, seguían aumentando las cifras de natalidad, especialmente en el Tercer Mundo. Y así, en 1970, sólo setenta años (la mitad del período de duplicación del año 1900) después, la población mundial era ya bastante más del doble: 3.600 millones de habitantes.Además, en 1970, la tasa de incremento se había disparado hasta el 2,1 por 100 anual, lo cual significaba una duplicación de la población en sólo 33 años más. Un crecimiento superexponencial, dicho sea una vez más con perdón de los matemáticos... En 1990 la población mundial se podía estimar en unos 5.500 millones de personas. La mortalidad seguía disminuyendo, pero la natalidad global también había comenzado a disminuir, aunque de forma muy moderada. La tasa de crecimiento de la población humana en 1990 había descendido a 1,7 por 100. Parece un dato positivo, si de lo que se trata es de frenar el incremento demográfico. Pero, aun así, entre 1990 y 1991 la población mundial aumentó más que en ningún otro período anual anterior: el 1,7 por 100 de 5.500 millones supone un total de 93.500.000 personas. En cambio, entre 1970 y 1971, con una tasa de crecimiento superior -entonces era del 2,1 por 100-, la población sólo aumentó en 75.600.000 millones (el 2,1 por 100 de 3.600 millones).Con semejantes tasas de crecimiento, la población humana no dejará de crecer exponencialmente; explosivamente, cabría añadir. La población mundial aumenta cada año en un centenar de millones de almas... Con el consiguiente incremento global de las demandas que cada individuo exige a lo largo de su vida, demandas inicialmente centradas en la mera supervivencia, como le ocurría al hombre prehistórico, pero que cada vez en mayor medida implican otros consumos diferentes a los alimentarios básicos. Esencialmente, se trata de los consumos energéticos. Porque con la Revolución Industrial aparece, de forma absoluta y casi omnipresente, la actividad económica plena. Y con ella el crecimiento exponencial no sólo de la población sino, sobre todo, de la demanda de energía, lo que ha acabado por suponer un impacto creciente y cada vez más insostenible sobre el medio ambiente. Todo el sistema de desarrollo económico que impera en el mundo actual -con todas sus consecuencias buenas, malas y regulares- acaba reduciéndose a un consumo desaforado y creciente de energía. Un consumo que aumenta de forma radical a partir de la Revolución Industrial, exponencialmente, una vez más...Entre 1860 y 1985, es decir, durante un siglo y cuarto, el consumo de energía utilizado por la actividad económica humana (una actividad económica que en realidad es privativa casi en exclusiva, ocioso es decirlo, de los países más ricos) creció un 6.000 por 100. Este consumo sigue siendo característico, mayoritariamente, de los países más industrializados: Europa utiliza treinta veces más energía que un país en vías de desarrollo, y los Estados Unidos cuarenta veces más.¿De dónde procede esta energía? En un 88 por 100, de los combustibles fósiles no renovables: el carbón, el petróleo y el gas natural. Estas fuentes de energía no renovables -su reposición, una vez gastadas, es imposible- fueron acumuladas bajo tierra en un lentísimo proceso de millones de años. El consumo que de ellas estamos haciendo en unos pocos decenios -un período casi instantáneo en la escala geológica de tiempos- está esquilmando esa riqueza y privando a las generaciones futuras de una eventual utilización más racional. Además de su condición de recursos no renovables, los combustibles fósiles encierran una segunda "maldad" ambiental: al quemarlos se convierten en óxidos de carbono e hidrógeno (esencialmente dióxido de carbono y vapor de agua), y en muchos otros productos (otros muchos óxidos y moléculas orgánicas de todo tipo, más complejas) que constituyen una enorme cantidad de desechos sólidos, líquidos y orgánicos con los que no se sabe qué hacer y que, además, suelen ser por lo general muy dañinos para los seres vivos.Nos queda más carbón que petróleo o gas natural. Pero el carbón es, al menos en los usos que hasta ahora se le han ido dando, el más contaminante. Y el que, en estos momentos, más se tiende a reducir. Pero eso incrementará el consumo de los otros dos, cuyas reservas son muy inferiores. De hecho, el petróleo contamina casi tanto como el carbón -en productos tóxicos y, sobre todo, en dióxido de carbono- y se agotará mucho antes. Lo que nos devuelve al gas natural, que hoy aparece casi como una panacea, puesto que es el que menos contaminación emite por unidad energética proporcionada -en dióxido de carbono y, sobre todo, en productos tóxicos-. Pero esa progresiva sustitución del carbón y del petróleo por el gas natural acelerará el agotamiento de este último. Si a las tasas de consumo actuales queda gas para unos sesenta años, si el consumo aumenta exponencialmente, deberían aumentar también exponencialmente las reservas. Lo cual resulta imposible, como es obvio. De todos modos, el problema no estriba en el hecho de que el mundo se quede sin gas natural sino de que, en su inmensa mayoría, los incrementos de consumo -de gas y de muchas otras cosas- sean tan rápidos. Los economistas deberían saber -pero, ¿lo saben realmente?- lo que supone el crecimiento exponencial. Y el actual incentivo al consumo de gas, por razones esencialmente ambientales más que económicas -y eso sí que es un cambio de tendencia de enorme importancia-, no puede ser más que un recurso de emergencia a la espera de otras soluciones más realistas. Porque, si no, el mundo industrializado estaría comportándose como un avestruz que entierra la cabeza para no enterarse de lo que va a pasar.